Si le pidiéramos a cualquier persona de menos de 45 años que hiciera una lista de los chefs más reconocidos de la historia argentina, probablemente su enumeración arrancaría con El Gato Dumas, Dolly Irigoyen, Francis Mallman u Osvaldo Gross. Si en vez, le pidiéramos que armara la nómina a alguien de 70 u 80 años, los nombres se remontarían a figuras como Blanca Cotta, Choli Berreteaga o Petrona Carrizo, pioneras de la televisión que guiaron a tantos en sus primeros pasos por la cocina. El salto de una generación a otra es también el salto de la cocina de oficio y tradición a la de técnica meticulosa y preparación académica: de la cocina para amas de casa a la de sibaritas. En algún lugar entre la gastronomía más rigurosa y la cocina cotidiana y realista, Narda Lepes abrió su espacio. Nadie que se haya sentado a la mesa en Comedor Narda se animaría a cuestionar el nivel de sus platos. El que la vió picar verduras al ritmo de los Beatles y recorrer el mundo en El Gourmet sabe que la suya es una de las cocinas más nutridas de Buenos Aires. Sin embargo, hay algo muy mundano en sus preocupaciones, recetas e ingredientes. Una militancia por una cocina que tiene tanto de desafío como de compromiso.
“Yo no hago cosas porque quedan ricas y punto. Es muy fácil hacer eso, no tiene gracia. Poné carne, papa y manteca y ya estás. No falla”, dice. Tampoco hace las cosas porque sean sanas: ante la primera insinuación me prohíbe poner en su boca la palabra saludable. “Lo que yo hago es buscar que eso tenga un sentido, que te den ganas de comer esos porotos que hay todo el año”, explica. De esa cruzada que ya tiene décadas habla cada una de sus decisiones: de los programas de televisión a las conferencias. “Me acuerdo cuando dije que me iba de El Gourmet a Utilísima, la gente me preguntaba ‘¿por qué?’ era irme del canal canchero al de la señora de su casa. Pero yo estaba convencida porque sabía que si quería hacer un cambio tenía que hablarle al que hace las compras, no al que mira de vez en cuando y capaz elige el aceite de oliva”, se acuerda. Segura de si misma e insolente, con esa decisión se convirtió en el referente que hoy es, un fenómeno transversal a su ámbito.
Narda Lepes es hija de Teresa del Carmen Miranda, fotógrafa y diseñadora, y Juan Lepes, un arquitecto que entre otras cosas tuvo una discoteca en los ochenta. Teresa y Juan se separaron cuando Narda era muy chica, después cada uno tuvo sus parejas, pero hasta los 16 fue hija única, condición que vincula directamente a su amor y su talento innato para la televisión. “No sé cómo sería en las casas del resto, pero en la mía (una hija única con padres que trabajaban) la tele era una constante. Tampoco era una época en que se la combatiera mucho, ¡yo vi tele a lo pavote!”, cuenta riéndose. “Creo que eso me ayudó a entender como era: cuándo era mejor estar callada, cuándo hablar”, reflexiona. A la tele llegó accidentalmente, a la cocina un poco también. “Empecé porque me divertía aprender a cocinar rico pero sin ninguna otra pretensión que esa. Me había tomado un año sabático y me anoté en unas clases que daba Francis en su restaurant pero nunca pensando en una alternativa profesional. Éramos él, un par de señoras paquetas, señores con habanos y yo”, se acuerda. “Cuando terminé vi que podía seguir aprendiendo y me metí en otro y otro más, hice la carrera y bueno…”, asegura. Un hotel, un servicio de catering y la de cocina de Silvia Morizono, “La Japo” para ella, fueron parte del recorrido que en 1998 la tenía abriendo un primer restaurant con amigos en Cañitas. “Después vino la crisis y cerramos, pero fue todo un aprendizaje”, cuenta. Más o menos de esa época data su primer programa en El Gourmet, al que fue a probarse como parte de una negociación con uno de los dueños del lugar en el que trabajaba. “En el canal estaban buscando cocineros jóvenes y este amigo de mi viejo, que era uno de los dueños del restaurant en el que estaba, dijo que él conocía muchos. La cuestión es que no había ido nadie y vino a pedirme que vaya. Como hace tiempo venía pidiéndole un arreglo en la cocina, le dije que iba a cambio de que lo hagan”, cuenta. El resultado fue su participación en Fusión cúbica un programa que compartía con otros dos colegas jóvenes en el que hacían cocina fusión.
Diez años en el Gourmet y seis en Utilísima son parte del recorrido televisivo, que además la tuvo como jurado en Telefé y ahora en la versión uruguaya de Master Chef. Muchos de esos años en tele, fueron dedicados a recorrer las cocinas de distintos países y rescatar sus condimentos, técnicas y tradiciones. “Yo quería salir de ese formato de ir a cocinar a lugares y mostrar lo que yo busco en esos lugares: la viejita que cocina o el cocinero local. Tuve que insistir muchísimo para que me dejaran hacerlo: me parecía una pelotudez que yo, Narda, le dijera a alguien como tiene que hacer un cous cous en Marruecos”, explica. “Ahí es donde también entran los temas de género, porque para convencerlos de hacer algo, muchas veces tenés que hacierles creer que esa idea tuya es de ellos”, se acuerda. A esos años de viajes documentados no sólo les debe mucho de su cocina, sino además su relación con su marido, Alejo Rebora. “A Alejo lo conocí cuando vino a filmar a Grecia. Él no se dedica a eso, debe haber hecho tres programas en su vida, pero un cámara se había bajado a último momento y lo llamaron”, cuenta. La feliz coincidencia fue el inicio de una relación que ya lleva once años y una hija, Leia. “Yo estaba de novia y viviendo juntos hace siete años. Llegué y me separé, ¡un quilombo!”, se acuerda.
Fotógrafo, cineasta, fanático del punk y trece años más joven que ella, “Si hubiese tenido que firmar un papel, no daba un mango”, asegura Narda. Lo cierto es que, a pesar de su diferencia de edad y de personalidades, las cosas enseguida funcionaron bien.“Al año y medio de estar juntos, un día lo agarré y le dije que no sabía que onda él, pero que yo ya tenía 37 años y en algún momento quería tener un hijo.Así que lo mejor era anticiparnos”, se acuerda. “Yo feliz” fue su respuesta y dos meses más tarde, esperaban a Leia. “Somos las personas más distintas que te imagines, pero funcionamos bien”, reflexiona. “La gente dedica mucho tiempo a hablar de las relaciones: cómo te sentís, cómo me siento yo, si te pasa algo. Para mí la vida ya tiene muchas complicaciones como para cargar al resto con rollos y angustias propias”, opina. “Yo soy más de que cuando hay algo en serio para hablar, se habla. Si no, se sigue para adelante”. Es martes, hay paro y en unos minutos Narda tiene que salir para la embajada de Japón. Casi como si lo hubiera cronometrado, cuando estamos listas para bajar, se abre la puerta y entra Alejo con su bici. Pide perdón por llegar justo, saluda a Leia y se despide de Narda, que sale con nosotras. “Yo siempre digo que tuve la suerte de no tener un marido ‘que me ayuda’, acá somos dos personas tratando de hacer que las cosas funcionen. No me imagino que hubiera podido hacerlo distinto”.
Un buen vivero no pasa solo por la variedad de plantas y macetas (cosa que Maricel tiene, y muy lindas) sino por la paciencia y la dedicación que le pone el que lo atiende. El caso de Maricel es la mejor combinación de las dos, motivo por el cual Narda vuelve continuamente. El vivero queda en Aristóbulo Del Valle 1426 (casi Maipú), en Vicente López, y se especializa en crasas, orquídeas y plantas exóticas. Según la dueña de casa, vale la ida.
No es la primera vez que nos recomiendan este lugar, ni que nos hablan de su sopa agri picante. Pero como el público se renueva y una recomendación que se sostiene en el tiempo tiene más motivos para escucharse, acá estamos otra vez compartiendo una joyita del Barrio Chino. Lui Cheuk Hung es el dueño y cocinero de este restaurant de la calle Montañeses 2149, un lugar en el que se come la mejor comida china de Buenos Aires, pero no se recomienda ir un viernes o un sábado. “Todo lo que comés te lo prepara él en el momento, por eso lo mejor es ir un día de semana medio temprano”, sugiere Narda. El pan al vapor con cerdo laqueado, el dim sum cerrado con jengibre y los fideos con carne picante “Narda” son algunos de los favoritos de la cocinera.
Ni huerta propia, ni envoltorios fancy, la verdulería de Mari es la favorita de Narda: una clásica verdulería de barrio con una excelente selección. Ubicado en Soldado de la independencia y Lacroze, Mari “no es barata pero es buenísima”, aclara nuestra host. En la misma dirección, los mercados de la UTT (Unión de Trabajadores de la Tierra) son una gran alternativa para los que buscan productos orgánicos y una buena relación precio calidad.
“El lugar al que vamos a leer”, dice Leia cuando Narda nombra Falena. Combinación perfecta entre buena oferta editorial y el entorno más agradable, esta librería de la esquina de Charlone y santos Dumont (en el límite entre Colegiales y Chacarita) es uno de los lugares a los que les gusta ir juntas a pasar una tarde. “A mí me encanta el lugar y a Leia le gusta ir a ver libros”, cuenta Narda. Además de los libros, Falena tiene una cava en el sótano, una terraza y un bar en el que sentarse a tomar algo: todo lo que se necesita para tener un buen momento de lectura.
Inaugurado hace un año en la calle Sucre 664, en el bajo Belgrano, el restaurant de Narda no podía no estar en sus cinco paradas. Cocina con productos de estación, basada en vegetales y nutrida con técnicas, conocimientos y aportes de la cocina del mundo (eso que tantos años se dedicó a aprender). Su recomendación es ir a tomar el desayuno o almorzar, el desayuno mbeju y el yogur del bien, sus recomendados. “A mí servir una carne con papas y manteca no me interesa, porque es fácil. Lo que a mi me gusta es ver cómo logro que quieras comer esos porotos que te hacen bien y están todo el año”, explica. Ese planteo y un puñado de platos que cambian acompañando los productos de cada estación, definen una carta más que interesante.
]]>Ingredientes: 1 coliflor entero lindo; aceite de oliva; sal y pimienta
Procedimiento: Elegí un lindo coliflor, retirale las hojas que no estén lindas y lavalo. Bañalo con oliva y un poco de sal y envolvelo con papel manteca, bien cerrado. Cociná en el horno a 180º hasta que veas que al pincharlo está tierno (deberían ser aproximadamente 30 minutos). Abrí un poco el papel y volvé a pintarlo con el aceite, sin timidez. Subí el horno a 200º-250º hasta que dore bien y se ponga crocante. Según nuestra host, cocinado así el coliflor es “riquísimo de verdad: cremoso, crocante por afuera, suave y un poquito dulce por dentro”.
Tip: Sale del horno listo para llevar directo a la mesa y que cada uno se sirva de la fuente. Se le puede agregar algunas salsitas para acompañarlo: huevo picado y perejil, Bagna Cauda.
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