Con Nombre Propio: Álvaro Farina

Con Nombre Propio: Álvaro Farina

HACE MAS DE TRES AÑOS ALVARO FARINA DESCUBRIO LA ESTACION DE SERVICIO EN LA QUE VIVE CUANDO PASEABA A SU PERRO. CON ALGUNAS REFORMAS Y MUCHA PERSONALIDAD CONVIRTIO EL TALLER MECANICO ABANDONADO EN SU CASA Y ESTUDIO DE ARQUITECTURA. OBRAS DE ARTE, OBJETOS DE DISEÑO Y MUCHOS HALLAZGOS EN UNA CASA TAN PARTICULAR COMO SU DUEÑO.

TEXTO: LUCÍA BENEGAS – FOTOS: MARIA EUGENIA DANERI

Falta un día para que Alvaro Farina parta para Puerto Natales, donde lo espera su amigo Christophe Augin con un velero de 56 pies y punta de acero reforzada. Hace tiempo que vienen planeando este viaje que calculan durará unas tres semanas, la idea es navegar por aguas chilenas hasta el Estrecho de Magallanes, el paso natural que une al Océano Atlántico y el Pacífico. Antes de irse tiene que hacer varias cosas; entendemos que no es el mejor día para recibirnos pero acá estamos. Son las nueve de la mañana en un Punta del Este que poco se parece al que conocemos los que hemos venido en enero o febrero. Encontrar la casa fue fácil: es un edificio en el que funcionó la Shell del Faro totalmente diferente de los que lo rodean. “Esto siempre estuvo acá, lo que pasa es que estaba tapado”, nos explica cuando le preguntamos. Es una estructura de estilo art decó con algunas licencias que descubrió un día mientras paseaba a Tito, su cane corso, cuando ya llevaba un año y medio viviendo en un catamarán en la boya 510 del puerto. El día que lo vi me quedé fascinado. Enseguida empecé a buscar a los dueños para ver si estaba en venta”, cuenta. Aunque esa opción no estaba abierta, una visita a su estudio en Montevideo y algunas charlas fueron suficientes para que los convenciera de un alquiler por diez años. Con algunas modificaciones y mucha personalidad, lo que era el taller mecánico se convirtió en un loft en el que conviven el estudio y la casa del arquitecto hace casi tres años. “Cuando busqué los planos no encontré nada. Imagino que fue algo que se trajo de Estados Unidos y se replicó, aunque a mí si es art decó puro o no me importa poco y nada: a mí lo que me gusta son las cosas lindas”, aclara. Los totems, murales de madera tallada y esculturas que repartió por el lugar dan fe de lo que dice. Amante del arte y admirador de la belleza, su casa reúne una cantidad de objetos únicos que responden más a la lógica de un arqueólogo o coleccionista que al estereotipo del arquitecto contemporáneo.

Hay algo circular en la historia de Alvaro Farina. Su padre, uruguayo, era hijo de unos constructores italianos que llegaron al pueblito de Minas huyendo de la guerra. Anarquista convencido, de su matrimonio con una uruguaya del pueblo de Isla Mala descienden sus dos hijos varones. Veinte años más tarde y en pleno proceso militar, fue Álvaro quien partió a Italia escapándose de una universidad enrarecida por las intervenciones del gobierno militar. “Fue muy raro porque mi padre que siempre había sido un tipo de izquierda de lo más progresista y defensor de la libertad, se opuso terminantemente a que me fuera. Yo estaba convencido y ahí hubo un quiebre que nos tuvo alejados por muchos años”, cuenta. Álvaro era el menor de los Farina y el único que seguía en Uruguay en ese momento. “Creo que a mi viejo se le juntaron varias cosas: por un lado le surgió esa cosa bien tana de la familia unida. Por el otro, el enojo de ver que los militares volvían a destruir su familia”, reflexiona. Con 20 años y sin ningún apoyo, Farina se fue un año a Europa buscando un poco de libertad y una universidad en la que seguir sus estudios. El Instituto de Arquitectura de Venecia fue el elegido, en el que meses después empezaba por segunda vez la carrera de arquitecto.

“ Cuando busqué los planos de este lugar no encontré nada: imagino que fue algo que se trajo de Estados Unidos y se replicó acá. A mí igualmente si es art decó puro o no me importa un huevo: a mí lo que me gusta son las cosas lindas  

Yo tenía tres años hechos acá cuando me fui, se suponía que iban a tomármelos con equivalencias. Cuando ya estaba allá me dijeron que al final sólo me reconocían dos materias, así que tuve que volver a empezar casi de cero”, se acuerda. Nieto de italianos, Farina había usado la ciudadanía italiana para entrar al país. “Tuve tanta mala suerte que al año de estar cursando me empiezan a exigir el servicio militar obligatorio. Fue una cosa espantosa, ¡me fui de acá por los milicos y me querían meter en el ejército!”, se acuerda. Fueron siete años los que estuvo en total, solo el primero recibió a sus padres de visita: “Dos meses antes de terminar la tesis me llama mi tía para decirme que mi papá estaba con cáncer y le quedaba poco tiempo”. “No nos veíamos hace muchos años, cuando llegué acá me lo encontré flaquísimo y ya muy enfermo. Le quedaban tres meses de vida”, se acuerda. Volvió a Italia a entregar su tesis y llegó a Montevideo para acompañarlo en su último mes. 

Nueva York, Venecia, París, Los Ángeles; la lista de domicilios que se cuela en las anécdotas es larga. “Creo que eso fue cuando estaba viviendo en París”, dice en medio de un cuento, y uno supone que eso debe coincidir con la etapa en que estaba en pareja con la francesa que comentó al pasar. Reconstruir su itinerario es difícil, más cuando se lo ve mitad en la charla y mitad en el viaje que lo espera (es entendible) y en lo que tiene que dejar marchando. En general, Álvaro no tiene muchas obras a la vez: “Por mi modo de trabajar es imposible que haga más de dos o tres casas por año”, explica. Hay un par de eventos que nos ayudan a ordenar su recorrido: el episodio cardíaco que sufrió en Los Ángeles es uno. “Hay cosas que te quedan marcadas: yo me acuerdo perfecto de ese día en que abrí los ojos en un cuarto de hospital sin entender dónde estaba o qué había pasado. Miré alrededor, pregunté dónde estaba, cuando me dijeron que estaba en Hollywood casi me agarra un ataque: ¡es carísimo!. Aunque lo cuenta con humor, el diagnóstico de que había sufrido una falla en una válvula producto del estrés significó un punto de quiebre. “Fue muy determinante porque esa fue la primera vez que me tomé un impasse en la carrera. Venía de años de mucha exigencia y el cuerpo me pasó un aviso. Así que hice las valijas y me fui para Nueva York donde estuve varios años dedicándome al arte”, cuenta.

“ Hay cosas que te quedan marcadas: yo me acuerdo perfecto de ese día en que abrí los ojos en un cuarto de hospital sin entender dónde estaba o que había pasado. Fue muy determinante porque esa fue la primera vez que me tomé un impasse en la carrera: venía de años de mucha exigencia y el cuerpo me pasó un aviso  

Aficionado y amante de la obra de Joaquín Torres García, Farina se dedicó a estudiar y profundizar en su obra. “Mi vinculo con Torres nació cuando estaba estudiando en Venecia, más que nada durante un curso de historia en el que veíamos el movimiento de la vanguardia histórica“, cuenta. Fue justamente en una de sus visitas por trabajo a Montevideo que el arquitecto conoció la casa Leborne: un lugar emblemático. “La casa era de un arquitecto amigo de Torres que había querido hacer una especie de jardín francés con obras de artistas uruguayos. Cuando conocí ese lugar me quedé enamorado; al tiempo se me presentó la oportunidad de comprarla”, se acuerda. La oportunidad coincidió con su reencuentro con su primera novia de la adolescencia, meses más tarde y sin haberlo planeado, Farina volvía a su país y a la arquitectura con la reforma de su propia casa.

“ La verdad es que yo no pensaba en volver a Uruguay, fueron muchos años los que estuve afuera y creía que mi vida ya estaba allápero cuando llegué me encontré con algo que me gustaba mucho. Ahí supe que volvía para no irme más 

Hay varias líneas en el trabajo de Álvaro Farina como arquitecto: restauraciones de edificios clásicos, proyectos más contemporáneos, viviendas y edificios públicos. Queremos llevar la charla en esa dirección pero él no parece interesado en hablar de arquitectura: “Lo que uno se encuentra en general es gente con mucho ego y proyectos que no tienen nada propio”, sentencia. “Creo que uno de los proyectos más lindas que hice fue la restauración del teatro Solís, en Montevideo. Los trabajos en edificios clásicos fue algo a lo que me dediqué bastante y me gusta mucho”, explica. La restauración del teatro de Rocha -en Maldonado- también fue suya, aunque no fue esa obra la que lo arrastró a Punta del Este sino “el quinchito” de La Caracola, un parador de la playa. Habían pasado diez años de su vuelta a Uruguay cuando decidió irse de Montevideo a Punta del Este, la ciudad balnearia en la que vive desde 2005. Del año y medio que se quedó viviendo en un barco después de separarse a la decisión de alquilar una estación de servicio para vivir y trabajar, hay algo del chico de espíritu nómade que sobrevive en el anfitrión que nos prepara un jugo de zanahoria y ananá. “La verdad es que yo no pensaba en volver a Uruguay, fueron  muchos años lo que estuve afuera y creía que mi vida ya estaba allá, pero cuando llegué me encontré con algo que me gustaba mucho. Ahí supe que volvía para no irme más”.