Con Nombre Propio: Romina Salem Taborda

Con Nombre Propio: Romina Salem Taborda

HACE 11 AÑOS ROMINA TABORDA DESCUBRIO UNA CASA EN VENTA SOBRE UNA PIZZERIA Y SE MUDO CON SUS PINTURAS Y SU PERRA GRAN DANESA. UNA DECADA DESPUES, EL LUGAR ES, ADEMAS DE SU TALLER, LA CASA DE LA FAMILIA QUE FORMO CON EL ESCULTOR LEO TROMBETTA. ARTE, DISEÑO Y KILOS DE PERSONALIDAD EN UNA QUINCHA CON MUCHO CARÁCTER.

TEXTO: LUCÍA BENEGAS – FOTOS: MARIA EUGENIA DANERI

 

Hay un sillón entre la ducha y el inodoro del baño de Romina Salem Taborda. Es uno de esos diseños franceses clásicos que tenía su abuela en el living de su casa, el otro que completa el juego está en el baño de su hija, Fresia. “La gente me lo comenta mucho, les parece insólito que tenga un sillón en cada baño. Pensándolo me di cuenta de que tiene mucho que ver con la familia de mujeres en la que crecí. Esa cosa del baño como lugar de reunión es muy femenina: en casa cualquiera se metía en el baño a comentarte o charlar sin importarles qué estuvieras haciendo”, cuenta riéndose. La anécdota responde también por la bañadera antigua que hizo instalar en un rincón de su cuarto con una cortina casi teatral que cae desde un techo de doble altura. El sillón y la chimenea adelante de la cama terminan de darle un aspecto de hotel de lujo a la suite. “Yo quería una: me encantaba la idea de poder relajarme con una copita en mano y la tele prendida y en el baño no tenía lugar… ¿No es genial? Es medio bulo, pero la verdad que si uno -que es artista- no puede hacerlo, ¿quién puede?”, pregunta. Son las 9 y media de la mañana y en la mesa del patio todavía está la taza de café de Leo Trombetta, el escultor con el que está en pareja hace unos ocho años. En un par de meses los dos viajan a Francia donde los convocaron a exponer en conjunto. “¡Por favor no van a hacernos fotos tomados de las manos! Miren que cualquiera que nos conoce sabe de nuestras agarradas”, anticipa Salem. La muestra va a reunir algunos paisajes de ella con una serie de orangutanes en bronce de él: hace tiempo que están trabajando juntos. “En ese punto no tenemos conflictos, por suerte”, asegura.

Mi familia era un matriarcado total: madre, tía y abuela, todas separadas”, cuenta Romina. Su abuela, Lali, es la primera figura en una dinastía de mujeres fuertes: “Un personaje muy interesante: una mujer criada en el campo que se casó buscando salir de su casa, después se hartó, se separó y metió a sus dos hijas en un colegio pupilo”. En los recuerdos de Romina, Lali era una mujer divertida y liberal: “Era la persona a la que podías contarle todo lo que nunca le dirías a tu mamá. Era muy abierta como abuela pero re severa como madre”. Igual que su abuela, su mamá se separó de su papá cuando ella era muy chica. Poco tiempo después él volvió con su primera mujer con quien ya tenía cuatro hijos y se fueron a vivir a Estados Unidos.

Mi tía tenía un local de posters ingleses y mamá trabajó ahí en un momento, así que íbamos muchísimo. La Galería del Este era la cuna del arte en el Buenos Aires de los 70’s: todo eso que veía ahí fue muy movilizante para mí

Mis viejos eran personas de mundos muy distintos: papá era un tipo más de barrio, del Nacional Buenos Aires con un pasado medio bohemio y mamá era de un ambiente más ‘recoletero’, de Mau Mau y la Galería del Este”, cuenta. La galería de la calle Maipú es uno de los lugares de los que la artista guarda los mejores recuerdos de la infancia: “Mi tía que había estudiado arquitectura tenía un local de posters ingleses en el que mi vieja trabajó en un momento y yo me crie ahí. Íbamos muchísimo. “La Galería del Este era la cuna del arte en el Buenos Aires de los 70’s, y todo eso que veía ahí fue muy movilizante para mí”, reflexiona. Pasaron 40 años pero todavía se acuerda de algunas de las obras de Marta Minujín y Dalila Puzzobio que veía desde su rincón el local de posters. “Creo que el arte –y más todavía la psicodelia- tiene algo que pega en los chicos. Sobre todo estando en un ambiente como el de Recoleta o Barrio Norte”, reflexiona.

Es muy gracioso porque el tema de la casa fue algo que me nació cuando era muy chica, no sé de dónde salió”, dice Romina. Estamos hablando de su juego de comedor y de lo complicado que fue conseguir quién le restaurara las sillas de su padre respetando el diseño original. “Me acuerdo de que cuando tendría 11 o 12 años mi mamá trabajaba hasta un poco más tarde del horario en el que yo llegaba del colegio. Como estaba sola una o dos horas, se me daba por cambiar de lugar los muebles y reacomodarlos de otra manera. ¡Una cosa rarísima!”, asegura. A esas esperas les debe también sus primeros pasos en la cocina, un gusto que un tiempo después descubriría en su padre. “Él era un tipo divertidísimo y muy inteligente. Le encantaba cocinar, comer rico y disfrutar. Te caía a tu casa con las cosas para cocinar y un gin tonic: era un sibarita total”, cuenta. A pesar de que su vínculo empezó a los 12 años (cuando volvieron del exilio), en su relato no hay rencores ni reproches: “Tuvimos una relación muy especial porque la construimos entre los dos. Creo que a veces es preferible no tenerlo que tener esas relaciones atravesadas por la mala relación de los padres y la verdad que fue mucho más el tiempo que nos tuvimos que el que no nos tuvimos”.

“Me acuerdo de que cuando tendría 11 o 12 años mi mamá trabajaba hasta un poco más tarde del horario en el que yo llegaba del colegio. Como estaba sola, se me daba por cambiar de lugar los muebles y reacomodarlos de otra manera”

Antes de vivir en la casa sobre una pizzería en avenida Córdoba en la que nos recibe esta mañana de invierno, antes de tener su taller y pintar esos paisajes con dorados a la hoja que no podemos dejar de mirar, Romina fue alumna de una licenciatura en relaciones públicas de la que se hubiera recibido de no ser por un viaje. “Cursé toda la carrera con un promedio 3 y copiándome, un desinterés total. Cuando me faltaban un par de materias para terminar surgió la posibilidad de ir a trabajar a Expo 92 con Francis Mallmann. Ese viaje fue una bisagra, se acuerda. “Estando allá fue que entendí que no me interesaba la ‘vidita’ que tenía acá… que yo quería otra cosa –reflexiona- Otra vidita quizás, pero no esa”. Primero estuvo en Sevilla trabajando y después se fue a recorrer gran parte de Europa y Marruecos. “Conocí mil lugares, viajé sola, probé drogas, conocí museos… ¡Se me abrió la cabeza! Ahí entendí que en la vida podía ser lo que me propusiera”, asegura. De vuelta en Buenos Aires y después de un tiempo de trabajar y tocar en una banda, dio el ingreso a la Prilidiano Pueyrredón y entró.

Viste lo que dicen: cuidado con lo que deseas. Yo siempre envidié a esas familias enormes y terminé en una familia de hoteleros italianos, con vacaciones en clan y todo el combo”, dice la dueña de casa. Leo y Romina se conocieron en este mismo lugar, una tarde de primavera en la que él llegó invitado por un amigo en común. “Me acuerdo de que hacía frío y yo había prendido la chimenea. Leo se ofreció a subirme la leña de la entrada: típico suyo, un amor”, se acuerda. “En ese momento esta casa era el centro de toda la vida del grupo. Hacíamos clases de baile, pintábamos, venía un amigo chef a cocinar, alquilaba la parte de arriba a extranjeros… Lo que te imagines”, cuenta.

“Estando lejos entendí que no me interesaba la ‘vidita’ que tenía acá, que yo quería otra cosa…  Otra vidita quizás, pero no esa”

La llegada del escultor coincidió con una etapa en la que ella por primera vez empezó a pensar en la posibilidad de tener una familia. “Igualmente ese día no me imaginé que iba a ser el padre de mi hija ni mucho menos. Me acuerdo se haber pensado que tenía una muy linda cara pero pensé que tenía onda con mi amiga porque los vi muy metidos en una charla”, confiesa. Hace ocho años que están juntos, cinco que los acompaña Fresia. “Le pusimos así porque justo habían florecido las fresias”, cuenta Romina. Estamos recorriendo el taller, donde -entre otras cosas- encontramos unas piezas de cerámica que hizo con su papá: “Empezaron con las clases porque Leo estaba dando un taller en su colegio y ella se puso medio celosa. ¡Típico!”. En un rato los dos deberían volver del colegio, ella con una amiga que seguramente quiera sumarse a la clase. Hay algo de ese mundo que a los chicos los atrae, y Romina lo sabe mejor que nadie.