Con Nombre Propio: Irina Khatsernova

Con Nombre Propio: Irina Khatsernova

DISEÑADORA DE INTERIORES Y FLORISTA, CONOCIMOS A IRINA A TRAVES DE SUS RAMOS. SU INFANCIA Y ADOLESCENCIA EN MOSCU, SU JUVENTUD EN NUEVA YORK Y SU PRESENTE EN BUENOS AIRES SEGURO CONTRIBUYERON A ESE ESTILO ÚNICO. ACA, UNA QUINCHA MULTICULTURAL COMO POCAS.

Irina Khatsernova tenía 14 años cuando la Unión Soviética aprobó la reforma que se conoce como Perestroika. Era una adolescente pero todavía se acuerda del seguimiento de esas sesiones del Congreso televisadas en el colegio. Era el año 1985 y Gorbachov conseguía implementar un nuevo plan económico como último paliativo para un socialismo debilitadísimo, en su memoria la inquietud típica de la adolescencia coincide con la apertura de un régimen que los había mantenido al margen del mundo. “Me acuerdo de los ochentas como un momento increíble: cuando uno no conoce otra cosa, no sabe lo que se está perdiendo, de repente nos encontramos con una cantidad de cosas que ni sabíamos que existían. ¡era fascinante!”, se acuerda. Pasaron treinta años y a la distancia temporal la amplifican los cambios de escenario más drásticos: a principios de los ‘90 era estudiante de física en una universidad de Moscú, hacia el final de esa década se recibía de diseñadora gráfica en Nueva York y en la siguiente, de diseñadora de interiores en el Fashion Institute of Technology de la Universidad de Nueva York. Su casamiento con el escritor y periodista Hernán Iglesias Illa y su decisión de mudarse a Argentina, en 2013, completan el recorrido que nos conduce al departamento de Palermo en el que nos recibe esta mañana lluviosa. “¡Uno se olvida de las cosas! Sobre todo porque me fui de muy chica de Rusia y hubo toda otra parte de mi formación que fue en Estados Unidos”, reflexiona. Transitando el séptimo mes de embarazo -con una indicación de reposo que le cuesta bastante-, la maternidad la encuentra en el inicio de un nuevo proyecto que incluye plantaciones, floreros de diseño y arreglos que parecen naturalezas muertas. Contemporáneo, austero y elegante, el departamento en el que vive hace 4 años comparte esa estética particular de los arreglos de flores de Meenoush que nos trajeron hasta acá.

En 1991 Irina tenía 20 años y era estudiante de física en el entonces Instituto de Acero y Aleaciones (ahora de Ciencia y Tecnología) de Moscú. Hija de dos físicos, es imposible no reírse un poco de ese pasado soviético casi caricaturesco que antecede a sus veinte años trabajando en diseño en Nueva York. “No tiene ningún sentido, pero yo siempre fui curiosa y me resultaba interesante. Tampoco fue algo que pensara mucho: mis padres se dedicaban a eso y era lo que conocía”, explica riéndose. Que la Irina de 20 años que ella misma describe se animara a irse sola y sin papeles a Estados Unidos, solo se explica en el contexto del derrumbe económico post caída de la URSS. “Fue un momento económicamente terrible, se había decidido salir de un sistema sin planificar nada: un día ibas al supermercado y ya no había ni comida en las góndolas”, se acuerda. En medio de esa crisis, una familia de amigos de sus padres que se había ido a Boston le mandó una carta de invitación para irse con ellos. “En esa época era muy difícil que te dieran una visa siendo ruso, pero por algún motivo me la dieron”, cuenta. Más por decisión de sus padres que propia, Irina armó una valija y partió al país más capitalista de todos sin escalas. “El principio fue muy duro, sobre todo porque yo no era una chica de veinte años que tuviera mucha calle. De un día para el otro me encontré lejos de mi familia y en esta situación tan difícil que es ser primera generación de inmigrantes”, se acuerda. De limpiar casas a cuidar chicos, la llegada implicó trabajar de lo que surgiera. Sin embargo, fue justamente en uno de esos trabajos que alguien vio los dibujos que les hacía a los chicos y le sugirió inscribirse en diseño: “Yo ya me había dado cuenta de que la física no iba más, así que pensé que podía ser interesante y me inscribí”, se acuerda.

“ El principio fue muy duro, sobre todo porque yo no era una chica de veinte años que tuviera mucha calle. De un día para el otro, me encontré lejos de mi familia y en esta situación tan difícil que es ser primera generación de inmigrantes «

“Hay un dato muy gracioso que seguro te va a interesar: mi abuela nació en Argentina”, dice Irina. Hace un tiempo, fue al Museo de la Inmigración con Hernán y dio con el certificado que prueba que David Saidmann, su bisabuelo, llegó a Buenos Aires un 12 de agosto de 1906 a los 21 años. El que no encontró fue el de su bisabuela, supone que debe ser por algún error en el registro de su apellido: “Los dos vinieron con otros judíos que venían en barcos de Bielorrusia y Lituania, en una oleada grande. Se conocieron acá, se casaron y tuvieron dos hijas: Amalia y Libertad. Después vino la revolución y como mi bisabuelo era bastante comunista, quiso volverse”, cuenta. De ese paréntesis que los encontró en Argentina, casi no se habló en su casa. Durante el stalinismo, ser extranjero o tener conexiones afuera no era algo que se tomara a bien y la decisión fue callarlo: “Mi tía Libertad cambió su nombre y no se habló más de eso, pero mi papá creció con una abuela que le cantaba Lullabies en castellano”. Cuatro generaciones más tarde, es Irina la que está a punto de tener a su primer hijo en el mismo país que su bisabuela. “Yo era una fanática del tango, y estando en Nueva York podés bailarlo todas las noches si querés”, asegura. Aunque era amiga de varios argentinos que había conocido en Estados Unidos, su primera visita al país, en noviembre de 2001, fue pura y exclusivamente dedicada a ir a milongas y bailes. Dos años más tarde y con la idea de visitar a sus amigos, Irina volvió y se encontró con quien desde entonces es su pareja. “El día que llegué me robaron y fue todo un problema, pero al día siguiente lo conocí a Hernán”, cuenta. “Enseguida empezamos a salir y me acuerdo de que yo me quedaba unos días solamente. No me quería ir, así que me fui a un hospital y conseguí un certificado médico que dijera que necesitaba cambiar el pasaje”, se acuerda. Un año más tarde y un par de viajes entre medio, Hernán armaba sus valijas para irse con ella a Estados Unidos.

“ Mis bisabuelos vinieron con otros judíos en barcos de Bielorrusia y Lituania, en una oleada grande. Se conocieron acá, se casaron y tuvieron dos hijas, después vino la revolución y mi bisabuelo quiso volver”

“Mirando para atrás, me doy cuenta de que hubo un momento en que éramos muy pobres pero nunca nos sentimos desgraciados”, cuenta riéndose. “Nos habíamos comprado una máquina de hacer arroz y comíamos eso todos los días. Yo estudiaba y Hernán trabajaba freelance y escribía así que vivíamos con lo mínimo, pero estábamos bien con eso”, se acuerda. Después todo tomó su cauce: ella pasó por algunos de los estudios más exitosos de Nueva York, él escribió algunos libros que tuvieron muy buena aceptación y cuando todo parecía medianamente estable, Hernán recibió una propuesta para venir a trabajar en la campaña presidencial. Pensando en seguir en el mismo estudio pero a distancia, esta vez fue Irina la que armó las valijas y se vino para acá con él. “Entendía que para él era una oportunidad única: no todos los días se presentan esas oportunidades. Me parecía que lo tenía que hacer y yo tampoco sentía que hubiera algo que me ate”, cuenta Irina.

“ Mirando para atrás, me doy cuenta de que hubo un momento en que éramos muy pobres pero nunca nos sentimos desgraciados. Yo estudiaba y Hernán trabajaba freelance y vivíamos con lo mínimo, pero estábamos bien con eso ”

A cuatro años de su llegada y faltando dos meses para el nacimiento de su primer hijo, se la ve más segura que nunca con su decisión. “Quizás sea porque viví en tres países, pero soy bastante cínica: no creo que exista el lugar perfecto. Yo amo New York y viví veinte años muy lindos pero no compro ese ideal de la ciudad perfecta”, asegura. A punto de embarcarse en un proyecto de plantación de flores y habiendo encontrado un nuevo nicho en el diseño de ramos y floreros únicos en su especie, Irina reparte su tiempo entre su casa, el estudio en Villa Crespo en el que funciona Meenoush y el taller de fundición de bronce en el que produce parte de las piezas que comercializa con su marca de floreros de diseño, Luir. “Todos los países tienen su lado bueno y malo, cada uno elige el que le parece mejor para él. Yo no puedo generalizar porque solo hablo de nuestro caso, pero creo que para nosotros venir a Buenos Aires fue un cambio muy positivo. Estoy muy contenta”, concluye. Y le creemos.