Con Nombre Propio: Marietta Guemes

Con Nombre Propio: Marietta Guemes

HACE 60 AÑOS, MARIETTA GUEMES DECIDIO TOMAR UN TREN A SALTA PARA REENCONTRARSE CON SUS ORIGENES. ADOBE, TRADICION Y MUCHA HISTORIA FAMILIAR EN UNA QUINCHA QUE NOS TOCA DE CERCA.

A las 4 de la tarde de un lunes de enero de 1958, Marietta Güemes y su marido Federico Lanusse fueron a la estación de trenes de Retiro a tomar el Ferrocarril Belgrano que los llevaría a Salta. Con ellos viajaban sus 5 hijos y el viaje de 40 horas con servicio de camarotes los dejó en la estación de la calle Balcarce. Los esperaban sus primos y tios salteños, con dos taxis que iban a llevarlos a La Calavera, un campo en Chicoana, 50 kilómetros al sur de Salta. “Yo había tenido mi quinta hija y me empecé a sentir muy mal. Me llevaron a ver a un médico que dijo que estaba muy débil, que me fuera por un tiempo. Entonces Mochongo me preguntó: ¿A dónde querés ir? Y yo le dije: a Salta. Él no entendía nada porque nosotros nunca habíamos veraneado ahí, pero yo siempre digo que fue como los elefantes: vuelven a morir a su lugar de origen”, cuenta. No es la primera vez que escucho la historia, es una de esas que le hacemos repetir cada verano aunque ya está un poco aburrida. La que lo cuenta es mi abuela, Mochongo es su marido y la beba de un año que llevaban a upa, mi madre. Marietta tenía 30 años cuando llegó a la casa de adobe en la que ahora nos recibe; la última vez que había estado ahí había sido a los ocho y desde entonces vuelve todos los veranos. Las gallinas adentro de la casa, la luz de velas y media construcción derrumbada fueron parte de esa llegada. Ahora, acostadas en su cama en el cuarto principal mientras hablamos, cuesta imaginar la casa de 1760 deshabitada. “En enero se cumplen sesenta veranos que vengo a pasar acá, toda una vida ¿no?”, reflexiona. Con sus pisos de ladrillo rajado, sus paredes de 35 centímetros y techos de tejas, La Calavera fue el proyecto de su vida.

Sobre la chimenea del comedor cuelga un retrato del general Martín Miguel de Güemes, tátarabuelo de María Teresa Güemes, más conocida como Marietta. Calle Güemes, plaza Güemes, monumento a Güemes: en Salta, ser descendiente del general no es poca cosa. “A Güemes no lo quería la clase alta porque tenía un ejército de gauchos y se la pasaba con ellos. Ahora todos hablan maravillas pero la verdad es que lo entregaron”, cuenta. Marietta es hija de un historiador que dedicó 50 años a armar un archivo que documentara el legado de su antepasado y su rol en la independencia. Entre el prócer y la Caudilla –el sobrenombre con el que la bautizamos sus 28 nietos- hay cuatro generaciones. Antes de llegar a Salta y convertirse en la figura norteña que nos espera cada verano, hubo una época en que fue joven y soltera y respondía al sobrenombre de “La Flor de la Mafia”. “Me decían así por Agata Galiffi, la única mujer de la mafia italiana. Yo siempre fui de tener amigos varones, me aburría con las mujeres”, confiesa. En esa época vivía en Buenos Aires y pasaba sus días repartida entre la casa de sus padres en la calle Rodríguez Peña y la quinta familiar en Olivos.

A Güemes no lo quería la clase alta porque tenía un ejército de gauchos y se la pasaba con ellos. Ahora todos hablan maravillas pero la verdad es que lo entregaron 

“Tenía muchos primos y hermanos con los que estaba siempre. Mi mamá era muy de avanzada para la época y me dejaba salir con ellos a todos lados”, asegura. “¿Vos salís? -me pregunta- Es importante divertirse: no importa si no es tu marido, tenés que salir igual”. Sé por ella que el tema de “mi marido” es uno de los que tiene anotados en su lista de rezos y novenas al Señor del Milagro y la Virgen de Urcupiña, la última devoción andina que sumó a las más típicas. Las imágenes religiosas y las familiares ocupan proporciones parecidas en las paredes de la casa. En verano, cuando se instala durante tres meses en La Calavera, a las oraciones de rutina les suma una visita diaria al santísimo en el oratorio. “Miren que lindo es el sagrario”, nos dice mientras abre las puertas de la caja de madera en la que se guardan las hostias consagradas. “Cuando hagan la nota dejen en claro que lo estuvimos abriendo porque no estaba el Santísimo”, exige. Dos cuadros cuzqueños, unas vírgenes de 1700 y una estatua de San Pedro son los protagonistas del oratorio, una capillita que también tiene los reclinatorios, confesionario y campanas de esa época. Hace años le dije que si alguna vez me casaba iba a hacerlo ahí, desde entonces cada vez que puede me dice que me apure porque no tenemos mucho tiempo.

Ni pato ni gallareta/ ni perdiz ni martineta/ aunque un pez en la pileta/ humana criatura es Marietta./ Estos versos le dedico/ son del pobre Federico/ que prefiere verse muerto,/ si junto al suyo no luce/ su apellido Lanusse” decía el poema que Mochongo dejó en el libro de firmas de la quinta familiar en una de sus primeras visitas. Fanática de la natación, Marietta sigue tirándose de cabeza y nadando varios largos en “El Tabique”, una pileta que alguna vez fue un baño de damas. “Mochongo no se metía nunca porque decía que era helada, podía estar amagando toda la mañana”, cuenta siempre. Rápido y sin muchas vueltas, el romance que empezó en la quinta, los encontró casándose ocho meses después. Siete años más tarde, ya tenían seis hijos. “¡Mamá se indignaba! le parecía un espanto que yo viviera embarazada. Tampoco había mucho que hacer en esa época… Te quedabas embarazada y listo, no era como ahora”, reflexiona.

“ Yo siempre digo que lo mío fue como los elefantes: vuelven a morir a su lugar de origen ”

A esos primeros años en que vivía en Olivos con sus seis hijos, antes de que Mochongo se enfermara y decidieran volver a Buenos Aires, los recuerda como los más felices de su vida. El verano del ’58 y el inicio de los veraneos norteños son parte de esa etapa, después vino la viudez y la muerte de su padre casi en simultáneo, y poco tiempo después los casamientos de sus hijos. A esa infeliz coincidencia le debe mucho de su decisión de irse a vivir a la ciudad de Salta, al departamento en el que todavía vive. La misa diaria, el café con una medialuna de grasa con sus amigas devotas, varias horas de lectura y la serie de turno en Netflix son parte de su rutina en Salta, donde también viven tres hijos y varios nietos. “Avísenme a que hora quieren salir para La Calavera mañana”, nos pidió el día que llegamos. “Si salimos al mediodía podríamos frenar a comer unas empanadas por el camino”, propuso.

La Calavera nunca fue vendida pero llegó a los Güemes indirectamente, cuando la tía abuela de Marietta –que había criado a su padre y a su tía después de que su abuela murió– se la dejó en herencia. Mientras vivió “Mama vieja”, Marietta viajaba todos los inviernos a pasar unos días. Después su padre no quiso volver más y pasaron más de veinte años en los que el lugar quedó casi abandonado. Que el historiador decidiera dejarle el campo a ella en concepto del quinto de su herencia fue un gesto de gratitud con el que toda la familia estuvo de acuerdo. “Cuando me lo dijeron yo dije que no creía que hubiera que tomarlo como algo aparte, pero no me dejaron opinar: me dijeron que papá lo había querido así y que si no fuera por mi el lugar ni existiría. Para mí, recibir la Calavera fue como heredar una alhaja, jamás pensé en venderla. Ni siquiera cuando cayó piedra siete años seguidos y perdimos todo”, asegura. “Es como yo digo: con el tiempo uno vuelve a su pasado, al lugar donde está su sangre. Yo estaba muy mal cuando decidí venir por primera vez y no había una explicación lógica. No tenía ningún sentido”, reflexiona. Seguimos acostadas en la cama de su cuarto, esa en la que dormíamos respetando un esquema de turnos cuando veníamos a pasar las vacaciones. Todavía tenemos la costumbre de tirarnos al lado suyo en las noches de verano: miramos el noticiero, charlamos un rato y la acompañamos mientras toma su sopa. En una semana Marietta cumple 90 años y aunque intente restarle importancia, el tema sobrevuela: “Es lindo que hayan podido venir. Noventa años son mucho tiempo”.

“ Para mí, recibir la Calavera fue como heredar una alhaja, jamás pensé en venderla. Ni siquiera cuando cayó piedra siete años seguidos y perdimos todo ”